Columna de Opinión: Media casa no es una casa

El arquitecto Alejandro Aravena ha escrito una columna en The Clinic donde plantea dos hechos, identifica tres problemas y ofrece cuatro propuestas (siempre preocupado más de la belleza retórica de su discurso que de la pertinencia de las soluciones que él contiene).

Aravena ganó el premio Pritzker por su aporte a los problemas asociados a la vivienda social, y su gran tarjeta de presentación en estas lides es su mediatizado proyecto de viviendas incrementales (en verdad, viviendas progresivas) en Iquique, conocido como Quinta Monroy.

La propuesta, presentada y vendida como un ejercicio innovador surgido de una genial idea elucubrada en los pasillos de Harvard, se basa en que como el Estado no puede financiar una vivienda porque “no hay plata”, entonces debe entregar media vivienda y dejarle al usuario la responsabilidad de completarla.

Es decir, propone una política estatal de vivienda social que descansa en la autoconstrucción, una práctica que surge de la precariedad y no de una supuesta “genialidad latinoamericana”. Una política así es como una política de salud pública que, ante la escasez de recursos, recurra a los llamados “secretos de la naturaleza” para que los ciudadanos se sanen: es la expresión más clara de la renuncia a reconocer la importancia de la vivienda como un derecho y de la injusticia de endilgarle al pobre la responsabilidad de financiar con lo que no tiene lo que más necesita.

La autoconstrucción no es un ideal romántico que merezca perpetuarse, sino una señal de precariedad que es necesario erradicar. Ella existe en países donde las políticas de vivienda social han fracasado, transfiriendo a los usuarios la responsabilidad de construir viviendas que deberían recibir enteras.

Más de sesenta años de políticas de vivienda progresiva han demostrado que ellas solo generan tejidos urbanos deteriorados, con pérdida de valor y sin servicios urbanos asociados. Las extensas periferias de Santiago construidas en los 90, son una evidente prueba de ello.

Por otro lado, Aravena asume paradigmas que no han demostrado solucionar el problema, sino empeorarlo o, al menos, impedir que mejore, como la propiedad de la vivienda social, sin analizar que quizás un sistema de arriendo protegido es, efectivamente, el que asegura muchos de los objetivos que plantea perseguir.

La movilidad habitacional no depende de la propiedad (de hecho, es dificultada por ella). Ella depende de un sistema que provea diferentes formatos y los mantenga en buena calidad en el tiempo, con una actualización periódica de sus elementos mas técnicos, lo que el mismo columnista reconoce que los usuarios no están en capacidad de hacer. Entonces, ya que no pueden mudarse a una vivienda que responda a sus cambiantes necesidades, porque la pérdida de valor no les permite vender una vivienda chica para comprar una más grande, las personas tienen lo que el columnista llama “una pulsión por ampliar”, porque las viviendas que compran en el mercado inmobiliario con los vouchers entregados por el Estado no les sirven, luego de unos años, a sus necesidades.

El columnista plantea que cuando la familia crece, ella debe construir la superficie extra que requiere con sus propios fondos. Lo expresa con el ejemplo de una familia joven con dos hijos pequeños que se instala en una casa con dos dormitorios y un baño. Cuando los abuelos jubilan con una pensión de miseria (problema que al parecer está tan normalizado que el columnista la integra a la fórmula sin mayor análisis), la pareja joven (ya no tan joven) debe recibirlos, con lo que las condiciones de hacinamiento se hacen insostenibles. Esto, en su ejemplo, empuja a uno de los hijos a “pasar el día en la esquina”, eufemismo para decir “cae en la droga”.

Bueno, eso que el columnista describe es lo que genera el sistema que existe en Chile: un mal sistema de vivienda social, que no es, en verdad, un sistema de vivienda social, sino un programa de vouchers para que la gente compre malas viviendas en el mercado inmobiliario. Porque hay que ser claros: en Chile no existe hoy vivienda social. El Estado no provee vivienda; solo entrega un subsidio para salir a comprarla en el mercado.

Luego de la llegada de los abuelos al hogar, Aravena exclama “¡Qué distinto habría sido si cuando los niños crecieron, se hubiera podido construir un tercer dormitorio!” o, para dar cabida a los nuevos allegados, un cuarto dormitorio aún. La exclamación que hay que hacer, y que Aravena nunca hace, es otra: ¡Qué distinto sería si existiera un programa de vivienda social que ofreciera viviendas de distintos tamaños según las necesidades de espacio del grupo familiar y permitiera que las familias se cambien de casa cuando sus necesidades evolucionen!

Pero las propuestas de Aravena, inspiradas por la idea de “hacerse la pregunta correcta” parecen ser malas respuestas a las preguntas correctas, que no cuestionan un sistema fracasado y que insisten en responsabilizar a las familias de la mala calidad de sus viviendas y de la pérdida de valor que su “pulsión por ampliar” ha producido en viviendas que ya no les sirven.

¿Por qué transferir a los usuarios las eventuales pérdidas de valor que se producen por factores que ellos no pueden evitar ni revertir?

Aravena identifica bien los problemas y creo que intuye por dónde podrían ir las respuestas. ¿Por qué no pensar en un sistema de vivienda provista por el Estado, entregada en arriendo protegido a los usuarios, en diversos formatos destinados a personas jóvenes sin hijos o jubilados (un dormitorio) y a parejas con hijos (dos o tres dormitorios) entre los que uno pueda cambiarse sin poner en riesgo su patrimonio?

Si el Estado mantiene la propiedad, se cuidan los recursos de todos y ello permite que dicho Estado, algunos años más tarde, intervenga un conjunto o edificio para cambiar ventanas, artefactos, techumbres, etc., y mantener el valor de la inversión inicial, para volver a ponerlo a disposición de nuevos usuarios.

Sin embargo, los titubeos argumentales del columnista le hacen pagar caro, como cuando apela al reconocimiento a un supuesto derecho a la “propiedad de la vivienda”, cuando toda la teoría y la práctica asociada a problemas de vivienda social se refieren a un derecho a la vivienda que podría expresarse más bien en la idea de un “derecho a vivir en una vivienda digna”. Lo de la propiedad, sabemos, es lo que casi cincuenta años de paradigma neoliberal han inoculado incluso en las cabezas de quienes van por la vida con una autoconciencia progresista.

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