Columna de Opinión de académicos y académicas FAU

El teletrabajo y los trapitos al sol

"Mientras más se asciende en esta escala socio-laboral, más invisible se hace lo doméstico", señala la académica en su columna sobre el teletrabajo en las condiciones del COVID19.
"Mientras más se asciende en esta escala socio-laboral, más invisible se hace lo doméstico", señala la académica en su columna sobre el teletrabajo en las condiciones del COVID19.

El espacio de la casa se ha transformado en oficina improvisada, y el horario de trabajo se ha fragmentado, intercalándose con labores de cocina, aseo, reparaciones, y a veces cuidado de familiares pequeños o adultos mayores. Tal como al cientista político y académico británico Robert Kelly se le colaron jocosamente sus dos hijos en una entrevista por televisión en 2017 –un video que se transformó en uno de los más viralizados de ese año—, es frecuente ver hoy en cámara algunos fragmentos de esa vida doméstica. A propósito del fenómeno del teletrabajo en la contingencia del Covid-19, un arquitecto de Los Ángeles, Estados Unidos, observa que “las videoconferencias desde casa son una ventana íntima a la vida de cada uno de nosotros. Vemos en el fondo a niños saltando en sillones, escuchamos perros ladrar, vemos a gente en pijama, a las parejas de nuestros colegas”. En Chile, tuvimos un destello de esa intimidad cuando todos pudimos ver a la senadora Jacqueline van Rysselberghe teletrabajando desde su cama y tomando vino mientras atendía una sesión de la cámara legislativa. 

Hay algo de revolucionario en esta nueva imagen del trabajo. Se asoman al fondo de la escena tendederos de ropa recién lavada, desórdenes propios de cualquier escritorio, vestimentas deportivas, canastos de ropa sucia y juguetes en el piso, en oposición a la pulcritud y frialdad de las salas de reunión o de los trajes de dos piezas impecablemente planchados. Vemos algo normalmente reprimido por ser considerado sucio, indigno, vergonzoso. El primer ademán de Robert Kelly, cuando se percató de la entrada de su hija a la escena, fue de pudor: intentó ocultar con la mano a su hija, pidiendo disculpas repetitivamente al periodista, mientras que unos 5 segundos después su mujer, viendo peligrar la imagen de profesionalismo de su marido, aparecía deslizándose por el suelo intentando pasar desapercibida en su misión de llevarse rauda a los niños. En esos 10 segundos virales, el cuidado de esos niños aparece como lo opuesto del trabajo académico: lo manual versus lo intelectual; lo rudimentario versus lo complejo; lo femenino versus lo masculino. 

El imaginario del trabajo ha estado históricamente vinculado a cuestiones de estatus: el trabajo dignifica, el trabajo enriquece, el trabajo da poder. La jerarquía laboral ha estado marcada por signos de este estatus: corbatas, zapatos lustrados, tacones, anillos de oro, maquillaje, tonos de voz que denotan autoridad, metros cuadrados de oficina, ornamentos modernos, fachadas de vidrio. Mientras más se asciende en esta escala socio-laboral, más invisible se hace lo doméstico. En la Inglaterra victoriana, nos recuerda la escritora suiza Mona Chollet, “gracias a una escalera aparte para el personal, el aristócrata que subía los escalones de su morada no corría el peligro de cruzarse con sus heces de la noche anterior, en la pelela que llevaba una sirvienta”. Nos parece normal así ver a una kioskera atendiendo con su hijo pequeño en brazos, pero escandaloso que una diputada de la República asista al trabajo acompañada de su hija.

La posibilidad de ocultar lo doméstico pareciera ser un privilegio, algo a lo cual hay que aspirar. “Con la dieta de parlamentaria puede pagar la nana”, imputaba enfurecido el exdiputado Schaulsohn a la diputada Vallejo. Con esa frase acusatoria pareciera apelar a un imaginario de clase que establece, por un lado, que el trabajo doméstico es indigno de una honorable diputada y, por otro, que la labor de empleada doméstica es menos valorable, monetariamente, que el que realiza la parlamentaria. 

Pero también hay implícito un imaginario de género. Antes de que las mujeres fueran parte significativa de la fuerza laboral “pública”, eran ellas quienes ejercían el grueso de la fuerza laboral “privada”, o doméstica. Como criadas o como dueñas de casa, la preocupación –no remunerada— por la pulcritud de los espacios y de la presentación personal, el cuidado de niños y ancianos, les correspondía a ellas. Chollet destaca que una de las consignas de la crítica feminista al marxismo en los años ’70 fue “Proletarios del mundo, ¿quién les lava los calcetines?”, como un espejo feminizado del clásico “Proletarios del mundo, ¡uníos!”. Poco después de que se hiciera viral el video de Kelly, circuló una parodia que mostraba qué hubiera pasado si el profesor hubiera sido una profesora: la entrevistada logra hilvanar ideas brillantes sin interrupción, mientras juega con sus hijos, plancha, cocina y limpia un W.C. 

El movimiento feminista “Wages for Housework” de los años ’70 quiso poner de relieve cómo ese trabajo femenino invisibilizado e impago es un pilar fundamental de la economía industrializada, proponiendo como acción anticapitalista que se establecieran salarios estatales para los trabajos domésticos. Quizás la nueva imagen que nos ofrece el teletrabajo se relaciona con ese tipo de concepción feminista de las labores, donde todos los trabajos “menores” que históricamente fueron carga de las mujeres y hoy con frecuencia son tercerizados, pueden ser valorizados colectivamente, sea por medio de la remuneración, sea por medio de un reconocimiento de su estatus laboral. 

Sacar los trapos sucios (¿paños de cocina? ¿pañales? ¿traperos?) y ponerlos al sol puede ser una buena metáfora para retratar el acto de transparentar la vida doméstica y el trabajo que implica mantener esa vida, sacándole ese velo con sesgo de género y de clase que asume que hay un “otro” invisible que hará la pega por ti. Si una de las importantes luchas de las feministas de este siglo ha sido la distribución equitativa de las labores físicas y mentales del hogar, la visibilización de esas mismas tareas puede aportar a equilibrarlas entre los géneros. 

Hace unos días a Robert Kelly lo entrevistaron junto a toda su familia, preguntándole –ya que al parecer es un experto— cómo concilia trabajo, vida doméstica y confinamiento durante la pandemia del coronavirus. Apareció, eso si, con traje y corbata; no vayan a olvidar que es un profesor distinguido. 

 

Amarí Peliowski

Instituto de Historia y Patrimonio

Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Universidad de Chile

 

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