Homenaje al académico y arquitecto Fernando Riquelme Sepúlveda

Homenaje al académico y arquitecto Fernando Riquelme Sepúlveda

FERNANDO RIQUELME, ACADÉMICO PUERTAS ADENTRO

Fernando Riquelme Sepúlveda nos ha dejado.

Fernando Riquelme Sepúlveda nos ha dejado un legado gigante de enseñanzas de arquitectura. Y, también, lecciones de humanidad. Nos ha dejado sus cortesías, su templanza, su actitud caballeresca, su bonhomía. 

Fernando era de aquellos hombres de perfil renacentista, de cultura amplia, de haceres múltiples, de palabra erudita. Hablaba de la arquitectura con la facundia de quien la domina y la ama, de quien la lleva a cuestas como parte de su equipaje vitalicio.

Fernando era tan dotado con la palabra que de haberlo transcrito mientras hablaba habríamos tenido textos de redacción perfecta. De los muchos profesores que tenían a su haber como único instrumento la voz, Fernando era el máximo exponente. Un maestro de la improvisación. Tal era la coherencia de sus discursos que en más de una ocasión se tuvo la sospecha de que previamente los
memorizaba. Pero esa hipótesis se desvanecía tan ponto alguna pregunta del auditorio lo llevaba a la digresión y allí encontraba terreno fértil para enriquecer el relato, ilustrándolo con inesperados pormenores.

Una vez cierto estudiante le solicitó apuntes de lo expuesto y él se limitó a sonreír antes de responderle: “Usted no me siga a mí. Siga a los maestros que yo he seguido.” Y les indicaba, acto seguido, los libros que recomendaba leer. 

Sus clases eran un verdadero lujo: frente al pizarrón de terciado negro, mientras hablaba de los griegos -tiempos en que todavía no existían los apoyos audiovisuales- iba dibujando, tiza blanca en ristre, todo cuanto decía. Sobre el amplio tablero negro se iba construyendo, línea a línea, el ágora y, centímetros a la derecha, la acrópolis. Y entonces descomponía la acrópolis en cada una de sus partes. En segundos su mano ya había dibujado los propileos, la escultura de Atenea Parthenos, el Erecteion, el templo de Atenea Niké, el Odeón de Herodes. Y en un rincón superior, las cariátides y, más allá, el detalle de columnas dóricas, de metopas y triglifos, de arquitrabes y capiteles. Todo ello, sin dejar de ahondar en detalles y anécdotas históricas que explicaban el universo griego. 

Cuando Fernando dejaba el aula, los estudiantes se agolpaban delante del pizarrón, no para copiar algún fragmento, sino para admirar su dibujo magistral, las líneas seguras, la capacidad de mostrar los espacios arquitectónicos, el perfil exacto de los elementos constructivos y ciertas notas complementarias escritas con una letra caligráfica.

Sus clases de historia de la arquitectura eran un deleite. Cuando el progreso permitió proyectar diapositivas, Fernando sólo las usó como un pretexto. Él seguía abigarrando las imágenes con descripciones exactas y referencias que remitían a otros ejemplos, a otras latitudes, a nuevas esferas del pensamiento. En su mente estaba todo el globo terráqueo a disposición y sabía conectar acontecimientos y mundos diversos. Digamos que era un humanista, que se tuteaba con la filosofía y con el arte, valiéndose de la historia como telón de fondo. Con la misma propiedad que enseñó la arquitectura del mundo antiguo, inculcó el conocimiento de la arquitectura chilena, poniendo el acento en la época republicana.

Sus conferencias son memorables. Cuando exponía, suscitaba un silencio total, que solo él mismo decidía interrumpir con alguna sorpresiva frase ingeniosa, que, por inesperada, movía a la risa. Para esas ocasiones tampoco escribía texto alguno. Ni siquiera una pauta a modo de guía.

Lector incansable, hacía de cada libro una glosa propia, que iba revistiendo de un lenguaje personal. Transmitía esas lecturas incorporándoles, en dosis perfectamente controladas, su agudo sentido del humor. Las tertulias con Fernando siempre fueron una fiesta. Y estas fiestas eran diarias: cada mañana en la oficina más espaciosa del entonces Departamento de Historia y Teoría de la Arquitectura, la reunión era obligada en el momento del recreo largo, al calor de una taza de café. Lo más esperado de las reuniones eran las anécdotas de Fernando, que las espaciaba con su carcajada fácil y contagiosa. Gracias a Fernando conocimos las treinta y dos piezas dentales de cada uno de los profesores asistentes a esos encuentros. 

Para Fernando asistir a la universidad era ir a un encuentro con colegas. Pero, sobre todo, con amigos que hablaban de lo que a él le fascinaba: la arquitectura. Su legado escrito se reduce a pocos textos. Una producción más bien menguada y, sin embargo, preciosa. Su libro “La arquitectura de Luciano Kulczewski: un ensayo entre el eclecticismo y el movimiento moderno en Chile” es una pequeña joya, insistentemente consultada. 

Su modestia no le dejó mostrar su obra gráfica: solamente hizo gala de sus talentos cuando fue requerido y de esto dan fe ciertos extraordinarios dibujos suyos. Algunos de ellos anticipan el proyecto que permitió la intervención del ex Mercado Presidente Ríos, donde se instaló la actual sede de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo después de abandonar Cerrillos. Son dibujos que prefiguran cómo sería la relación de los pabellones edificados con el espacio exterior (se pueden admirar en el Archivo de Arquitectura Chilena, en el Instituto de Historia y Patrimonio de nuestra Facultad).

Sin duda, Fernando Riquelme respiraba patrimonio. Durante varias décadas fue representante de la Facultad en el Consejo de Monumentos Nacionales, donde alcanzó un prestigio nacional. Era una de las voces más autorizadas al momento de tomar las decisiones gravitantes en el seno del Consejo. No solo fue un teórico de la doctrina de la restauración -compartió su experiencia durante largos años en los cursos de especialización-, sino, además, un activo profesional que desarrolló proyectos tan sustanciales como lo fue la intervención del portal del ex Palacio de los Tribunales Viejos (hoy Museo de Arte Precolombino) materializando la propuesta que había bosquejado Brunet De Baines. Obra suya fue, también, una de las más delicadas restauraciones de la Casa Colorada de Santiago, así como la restauración de la iglesia de La Merced, en Rancagua.

Pese a su decidida incursión en la vida profesional, Fernando fue académico puertas adentro. Su vida fue la universidad y especialmente, la docencia. En el conocimiento transmitido está marcada su huella dactilar. Tributario de Marco Vitruvio Polión y de Andrea Palladio, escrutó con celo a Sigfrid Giedion y a Bruno Zevi. Y luego se adentró en el estudio de los teóricos de la restauración del siglo XIX. Tuvo en la Carta de Venecia un importante apoyo a la hora de buscar la ortodoxia en la intervención del patrimonio.

Pero su espíritu renacentista se dejaba persuadir, mansamente, por el amplio océano de las artes. Vibraba con la pintura, la escultura. Con la música. Y, desde luego, con la poesía.

Estos versos del mexicano Amado Nervo ayudan a su semblanza:

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino…
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

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